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    El colegio maldito.

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    Andrea
    Profe de mates
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    Mensajes : 20
    Fecha de inscripción : 23/05/2010

    El colegio maldito. Empty El colegio maldito.

    Mensaje por Andrea Miér 2 Jun - 3:35

    Edgard Smith se había cambiado de ciudad con sus padres. Eso significaba un colegio nuevo, y para el chico eso no entraba en sus planes. Primero intento protestar:
    -¡Pero por qué! ¿Para qué necesitamos mudarnos?
    -Porque me han cambiado de ciudad por el empleo-contesto su padre, impasible.
    Luego rogar:
    -Por favor, por favor, por favor no me hagan cambiarme de colegio.
    -Sí, te vas a cambiar de colegio y no se hable más del tema-le espetó su madre.
    Y por último chantajearlos con unas fotos de su luna de miel muy comprometedoras, pero lo único que consiguió fue que lo castigaran.
    La mudanza se efectuó, y cuando faltaban dos semanas para entrar de nuevo a clases su madre y él fueron a comprar los libros y cuadernos, además de lápices, gomas de borrar, etc.
    Edgard estaba contrariado. Para un adolescente de trece años no es fácil empezar de nuevo en otra escuela.
    El día en que comenzaban las clases, en la mañana, su madre lo despertó.
    -Edgard, despierta.
    Él se habría dado vuelta y seguido durmiendo de no ser porque Bobby, su pastor alemán de cuatro años, se subió a su cama y le lamió la cara.
    -¡Ya, ya! Quieto, Bobby-dijo, levantándose y acariciando al perro.
    -¡A vestirse!-exclamó su madre.
    Al chico no le quedo más remedió que obedecer. Se puso unos jeans azul desteñido y una camisa negra de mangas cortas. Cuando se calzaba las zapatillas, Bobby agitaba la cola mientras olisqueaba su mochila.
    Tomó la mochila y le dio unas palmaditas en el lomo a su mascota antes de bajar a desayunar.
    Apenas mordisqueo una tostada con mermelada de fresa, pues tenía el estomago revuelto por los nervios.
    Subió al coche con su padre. Su padre era arquitecto y trabajaba con una empresa cuyo nombre Edgard desconocía. Esa misma empresa era los que los había echo cambiar de ciudad.
    -¿Listo, hijo?-preguntó en tono cariñoso su padre.
    -No-fue la respuesta mascullada por su hijo. El señor Smith rió.
    -Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad-comentó.
    Edgard lo miró sorprendido. Su padre estaba un poquito pasadito de peso, era de piel morena y su pelo, antes negro por completo, empezaba a encanecer.
    Edgard era alto y desgarbado, flaco por correr tanto con Bobby por allí, de ojos marrones, y pelo rizado y pelirrojo como su madre.
    -No en lo físico, sino en lo psicológico-aclaro su padre al ver su mirada de incredulidad.
    Entonces, el coche paró. Edgard no se había dado cuenta que habían partido y llegado al colegio. Gimió en su interior.
    -Adiós, papá-se despido en tono lúgubre.
    -Adiós, hijo, y buena suerte-le deseó su padre, y partió a su trabajo.
    El colegio era grande. Estaba pintado de gris por fuera. Tenía algunos árboles, y una reja de metal negro con puntas en lo alto. Eso lo hizo estremecerse, pero entró.
    Los pasillos eran largos y claros, con tubos fosforescentes iluminando. El piso era de madera. Se sobresalto al escuchar el timbre. No era como el timbre de su antigua escuela, sino que tenía un sonido estridente que le perforaba los oídos. Entonces se dio cuenta de que aun no encontraba su aula. Su primer día y llegaba tarde… ¿Por qué le pasaba eso a él?, se preguntaba.
    Tuvo que preguntarle a otro alumno mayor que él donde estaba el aula 13. Le contesto entre jadeos, indicándole con un dedo un número al principio del pasillo. Edgard le dio las gracias y corrió allí. La había pasado por alto, y se pregunto como.
    Al abrir la puerta, esta chirrió de forma alarmante, y entró. Se quedo parado frente a la puerta, que se cerró de golpe. Dio un respingo. La profesora le miró. Era una mujer de entre treinta y cuarenta años, con el pelo rubio claro y corto, que llevaba gafas cuadradas sin montura. Estas hacían que sus ojos parecieran los de una lechuza, por su color gris.
    -Tú debes de ser Edgard Smith-dijo. Su voz era ligeramente ronca-. Acércate.
    El chico obedeció. Miró alrededor. Las paredes estaban pintadas de blanco, como en el pasillo, y las luces fosforescentes ya lo estaban poniendo algo nervioso. Los pupitres eran individuales, de madera, al igual que las sillas. Era una clase relativamente pequeña: 20 estudiantes, si se contaba a él mismo.
    -Siéntate ahí, Edgard-la maestra señalo un pupitre de la primera fila, frente a la pizarra.
    Sus compañeros lo inquietaban, aunque no sabía porque. Tal vez fuera por su manera de mirarlo, como si él fuera un bicho raro, o tal vez porque sus miradas le siguieron de cuando fue a sentarse.
    La clase pasó lentamente. Muy lentamente, en opinión de Edgard. Tras dos horas de matemáticas y una de historia, materias que Edgard odiaba, el timbre para el recreo fue como el canto de los ángeles.
    Se levantaron y fueron al patio. Muchos parecían estar sincronizados, caminando a la vez, como si fueran robots manejados a distancia.
    Extrañado, y a la vez curioso, se acercó al chico que le había señalado el aula 13.
    -Hola-le dijo-. ¿Me recuerdas?
    -Ah, sí. El perdido-sonrió el chico. Estaba sentado solo, en un banco de piedra, mirando el cielo nublado.
    -Soy Edgard Smith-se presentó.
    -Robert Sinclair-le tendió la mano, en un gesto amistoso. Edgard la estrecho.
    Se hicieron amigos enseguida. Robert era alto, incluso para su edad-tenía 14 años-, ligeramente gordito, de ojos azules y cabello despeinado color castaño rojizo. También era nuevo en la ciudad.
    -Oye-Edgard intento parecer despreocupado, pero no lo consiguió muy bien-, ¿sabes porque casi todos parecen estar como robots? En mi clase todos tenían la cara inexpresiva, como si estuvieran vacíos y fueran solo los cuerpos los que estaban presentes.
    Robert frunció el ceño.
    -Que extraño. En mi clase todos son como los del aula 13. Y la mayoría del colegio también-miró de reojo a cinco niñas que caminaban al mismo tiempo-. Me da escalofríos.
    Edgard asintió, pensativo. Tenía una imaginación prolífica, y le encantaban los libros de terror, ciencia ficción y fantasía. Eso le hizo pensar que tal vez pasaba… algo en el colegio. Algo.
    Le dijo lo que pensaba a Robert. Él no se rió, como Edgard esperaba, sino que lo miró con seriedad.
    Iba a decir algo, pero el timbre lo interrumpió. Fueron a sus respectivas aulas. A Edgard le tocaba literatura. A pesar de que le gustaba, no pudo concentrarse. Miraba, en cambió, a sus compañeros de clase. A primera vista no parecía haber nada anormal, pero si se veía fijamente a alguno durante mucho rato este parecía tener una expresión malvada y retorcida. Había algunos que, le pareció, tenían rasgos animales: tal vez los dientes más grandes, pelo en la cara, o con las manos con uñas que asemejaban garras. Y algo más inquietante: algunos rostros tenían aun rastros de humanidad sepultada, que parecía luchar para volver a tomar el control de su cuerpo.
    Esos pensamientos hicieron que Edgard deseara estar en su casa, a salvo, con sus padres y su perro, a salvo en el calor del hogar.
    Cuando las clases terminaron por ese día, el chico tomo rápidamente sus cosas. No se dio cuenta de que corría hasta que choco contra Robert.
    -¡Ay! Lo siento, Robert-dijo. Había caído al suelo, y sus libros se habían desparramado. Los metió en la mochila casi sin mirar. Se levantó.
    -No importa. Iba a buscarte para contarte algo-susurró.
    -¿Qué cosa?
    -Mis compañeros y compañeras de clase… bueno… Veras, estábamos en los vestuarios, cambiándonos después de gimnasia, y note que todos tenían en la espalda, entre los omoplatos, una marca en forma de “E” mayúscula en distintos tonos de piel. Algunos eran negros, otros pálidos, etc.
    -Que raro. Es muy raro.
    Edgard fue a la salida; el coche de su padre estaba ya a la vista. Entonces notó que casi nadie salía; solo los nuevos. Los que ya habían estado un tiempo en el colegio no salían. Frunció el ceño. Alguien le tocó el hombro. Era Robert.
    -¡Uf! ¡No me des esos sustos, Rob!-acababa de inventarse el apodo para su amigo.
    -Ya, lo siento, Edgard. Solo me preguntaba si podía ir a tu casa; mi madre me acaba de llamar y dice que no puede venir a buscarme porque Billy, mi hermano pequeño, se ha caído de un árbol y tiene que llevarlo al hospital.
    -Ah. Lo siento. Claro, puedes venir-Edgard sonrió. Robert le devolvió el gesto.
    El coche del padre de Edgard abrió la puerta tirando de la manija y subió. Su amigo lo imitó.
    -Hola, papá; invite a un amigo a casa, a estudiar-dijo Edgard en seguida.
    -Hola, Edgard-se dio la vuelta para mirar a su hijo, y entonces reparó en Robert-. Hola, yo soy el padre de Edgard.
    -Yo soy Robert Sinclair-dijo Robert.
    Al llegar a casa, Bobby les salió al encuentro saltando y ladrando muy feliz. Cuando los chicos bajaron, saltó para lamerle el rostro a su dueño… y se detuvo en pleno salto. Sus ojos denotaban un claro terror. Dio un aullido y echo a correr. Se escondió en su casita, gimoteando como un cachorrito asustado. Edgard, algo asustado por el raro comportamiento de su perro, se acercó. Tuvo que apartarse rápidamente cuando Bobby comenzó a gruñir y luego a ladrar. Parecía estar rabioso.

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