Este es un pequeño cuento que inventé hace un tiempo. Espero que les guste.
La esposa del pescador
María se sienta, golpetea la mesa con dedos nerviosos, se vuelve a levantar, da un par de pasos alrededor de la cocina, y se vuelve a sentar. Está preocupada. A su alrededor, el viento ruge, las débiles paredes de la pequeña cabaña crujen y ella siente que el suelo se irá arrastrado por el embravecido mar en cualquier minuto.
La tempestad que hace horas azota la pequeña caleta de pescadores no da señales de disminuir su intensidad. María se estremece, oyendo el silbido del viento que se cuela por los resquicios que dejan las dañadas ventanas, y hunde la cabeza entre las manos, susurrando una silenciosa plegaria.
Las horas de la desesperación pasan, incesantes, con la misma lentitud exasperante de las negras nubes que se mueven en el cielo, que no dan señales de desaparecer. María no sabe qué hacer: le dijo que no saliera a pescar con esa tormenta, que aguardara a que el mar estuviera calmo. Pero querida, había dicho él, con esa voz que la desarmaba y quebraba sus defensas. La había mirado, con esos ojos tranquilizadores. Y María supo, cuando la miró, que él era capaz de todo por ella y su familia. Querida, apenas queda alimento. Los niños tienen hambre. Debo hacerlo.
Esas habían sido sus últimas palabras, antes que la desvencijada puerta de madera se cerrara de golpe tras él, y su solitaria figura se perdiera entre la lluvia.
La comida, siempre la maldita comida. María daría toda la comida del mundo con tal de tenerlo a él, de vuelta a su lado, sano y a salvo de la implacable tormenta y de las monstruosas olas, cuyo rugido azota su corazón con la fuerza de cien látigos de hierro.
Los niños duermen. María se levanta y va a echarles un vistazo. ¡Bendita ignorancia, bendita inocencia que los hace dormir! Están ajenos a todo, incluso ajenos a la mujer que los observa desde el umbral en la puerta, con el corazón en un puño. Debes volver, susurra para sus adentros. Debes volver.
Cuando vuelve al comedor, le sorprende constatar que las paredes ya no crujen como antes. El viento, afuera, ha dejado de colarse con fuerza por los resquicios entre las ventanas, y ahora sólo un suave hilo de brisa helada agita levemente sus cabellos.
María mira hacia fuera, esperanzada. Quizá sea sólo un inútil deseo de su cansado corazón, pero siente que la tormenta ha disminuido. Por fin, el mundo se está calmando.
Amanece. El sol pinta de dorado un cielo límpido y fresco, mientras que las olas en el mar se mecen tranquilas, apaciguadas ya de su ira. María se ha dormido en la mesa de la cocina, sumida en su eterna espera. Pasos afuera de la cabaña la despiertan, pero no abre los ojos, temerosa de que sea sólo su imaginación.
Sólo cuando la puerta de la cabaña se abre de golpe, María levanta la cabeza. La luz ha inundado la pequeña cocina, cuyo piso de madera está empapado por las goteras del techo. La mujer no logra distinguir muy bien la figura parada en el umbral, frente a ella, pero sabe que es él. Él, al fin. Ha vuelto.
En unas horas más, descubrirán los efectos de la tempestad. Descubrirán que su huerto, un medio de sustento para su familia, ha quedado casi devastado. Descubrirán que se ha inundado gran parte de la caleta. Descubrirán que la casa ha quedado sumamente inestable y dañada. Pero esas cosas las descubrirán después. Ahora, todo está bien. Él ha vuelto, y todo está bien.
FIN
La esposa del pescador
María se sienta, golpetea la mesa con dedos nerviosos, se vuelve a levantar, da un par de pasos alrededor de la cocina, y se vuelve a sentar. Está preocupada. A su alrededor, el viento ruge, las débiles paredes de la pequeña cabaña crujen y ella siente que el suelo se irá arrastrado por el embravecido mar en cualquier minuto.
La tempestad que hace horas azota la pequeña caleta de pescadores no da señales de disminuir su intensidad. María se estremece, oyendo el silbido del viento que se cuela por los resquicios que dejan las dañadas ventanas, y hunde la cabeza entre las manos, susurrando una silenciosa plegaria.
Las horas de la desesperación pasan, incesantes, con la misma lentitud exasperante de las negras nubes que se mueven en el cielo, que no dan señales de desaparecer. María no sabe qué hacer: le dijo que no saliera a pescar con esa tormenta, que aguardara a que el mar estuviera calmo. Pero querida, había dicho él, con esa voz que la desarmaba y quebraba sus defensas. La había mirado, con esos ojos tranquilizadores. Y María supo, cuando la miró, que él era capaz de todo por ella y su familia. Querida, apenas queda alimento. Los niños tienen hambre. Debo hacerlo.
Esas habían sido sus últimas palabras, antes que la desvencijada puerta de madera se cerrara de golpe tras él, y su solitaria figura se perdiera entre la lluvia.
La comida, siempre la maldita comida. María daría toda la comida del mundo con tal de tenerlo a él, de vuelta a su lado, sano y a salvo de la implacable tormenta y de las monstruosas olas, cuyo rugido azota su corazón con la fuerza de cien látigos de hierro.
Los niños duermen. María se levanta y va a echarles un vistazo. ¡Bendita ignorancia, bendita inocencia que los hace dormir! Están ajenos a todo, incluso ajenos a la mujer que los observa desde el umbral en la puerta, con el corazón en un puño. Debes volver, susurra para sus adentros. Debes volver.
Cuando vuelve al comedor, le sorprende constatar que las paredes ya no crujen como antes. El viento, afuera, ha dejado de colarse con fuerza por los resquicios entre las ventanas, y ahora sólo un suave hilo de brisa helada agita levemente sus cabellos.
María mira hacia fuera, esperanzada. Quizá sea sólo un inútil deseo de su cansado corazón, pero siente que la tormenta ha disminuido. Por fin, el mundo se está calmando.
Amanece. El sol pinta de dorado un cielo límpido y fresco, mientras que las olas en el mar se mecen tranquilas, apaciguadas ya de su ira. María se ha dormido en la mesa de la cocina, sumida en su eterna espera. Pasos afuera de la cabaña la despiertan, pero no abre los ojos, temerosa de que sea sólo su imaginación.
Sólo cuando la puerta de la cabaña se abre de golpe, María levanta la cabeza. La luz ha inundado la pequeña cocina, cuyo piso de madera está empapado por las goteras del techo. La mujer no logra distinguir muy bien la figura parada en el umbral, frente a ella, pero sabe que es él. Él, al fin. Ha vuelto.
En unas horas más, descubrirán los efectos de la tempestad. Descubrirán que su huerto, un medio de sustento para su familia, ha quedado casi devastado. Descubrirán que se ha inundado gran parte de la caleta. Descubrirán que la casa ha quedado sumamente inestable y dañada. Pero esas cosas las descubrirán después. Ahora, todo está bien. Él ha vuelto, y todo está bien.
FIN